Parece que
los grados de más calientan las sienes de quienes no se ubican en un julio en
crisis. Ya no quedan adjetivos positivos ni para las chicas guapas. El ambiente
enmudece hasta a los obreros. Serán las temperaturas…
Algunos
sonríen.
Algunos no,
y ese por-ciento se deja llevar por el fingido pesimismo de etiqueta. Andan
mecánicos por la Castellana con sus caretas de caras largas. Cruzan las
esquinas mirándose los pies y culminan los días sin haber dicho buenos días por
temor al rechazo. Cambian los tabúes.
“NO SE
ADMITEN FELICIDADES”, reza en el cartel de la puerta. Teresa le negó la entrada
dos veces seguidas por sonreír. Cualquiera diría que era la carpa del circo de
Teresa Rabal. Decidió irse al zoo. Ese día quería remplazar las caras largas
por animales.
Fue
caminando, y cuando llegó al zoo siguió caminando hasta detenerse frente al
orangután. Se sentó en un banco y sacó
su pluma, y sobre la careta que previamente se había despegado de la cara
escribió todas las palabras pesimistas que su mente había registrado desde que
el telediario empezó ha hablar de crisis. Le regaló la careta al orangután, y
en menos de veinticinco segundos no quedaba ni rastro de palabras feas ni
caretas largas.
Luego el
hombre Sin Careta fue a la tienda de regalos. Después de observar cada artículo
con detenimiento, se decantó por comprar un cuaderno de primates por cuatro con
noventa y cinco, y acto seguido salió a por un algodón de azúcar en el puesto
contiguo. En cada página del cuaderno de
rayas escribió una palabra con su pluma, pero esta vez metió el cuaderno en el
bolsillo de su chaqueta en vez de acrecentar la diversión del orangután.
Se quedó
mirando al primate durante siete horas. En este periodo de tiempo interrumpieron
sus vistas varios grupos de colegiales alborotadores, dos parejas de jóvenes
que habían elegido el zoo por no tener otro lugar en el que besarse, algunos
cuidadores de animales que miraban pero no veían, y un matrimonio de ancianos.
Estos últimos, sonreían. Sin Careta escribió en la portada de su cuaderno “Ancianos
sonriendo”.
El último de
los visitantes que pasó por la zona de precaución del Sin Careta fue un niño.
Era pronto para que el niño estuviera en el zoo; aun era horario de colegio. Y
también de trabajo, así que el adulto no se extrañó: ambos estaban en las
mismas circunstancias. El niño comía un algodón de azúcar.
El algodón y
el niño se sentaron junto al algodón y el adulto. Siete horas había durado
el del mayor. El niño miró al sin
careta. “¿Tú también estás loco?”, preguntó el niño sin dejar de mirar el
algodón. “¡No!, nos gustan los algodones de azúcar, y lo rosa solo le gusta a
los cuerdos”. Ambos sonreían.
Dicho esto
ambos siguieron mirando cada uno a sus respectivos algodones frente al
orangután. Durante siete horas más. Seguían sonriendo, y el mayor de los dos
volvió a sacar la pluma y el cuadernito, y sobre la contraportada trasera escribió
“Llamar a Juan Ra. para decirle que venga al zoo y lo cuente en su programa”.
Desde ese
día el niño cambió su nombre por el de Sin Careta.
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